SANGUCHITOS DE TRISTEZA

Yo siempre llevo sanguchitos de tristeza a las mejores fiestas. Los mezclo convenientemente entre las otras cosas que ahí son servidas y, cuando alguien los come, pueden ocurrir cosas como estas:

Que un hombre y una mujer permanezcan lánguidos en sus mesas, recordando a sus amores idos. Que sus miradas se crucen, que en los ojos del otro se comprendan y juntos se marchen del lugar en donde, muchas veces entre grotescos simulacros de alegría, se celebran amores ajenos.

Que cuando mozos y personal de cocina prueban algunos de los bocados que reponen, mi sándwich despierte a la tristeza que indigna. Y una joven camarera, por fin, mande a la puta que lo parió al flaco altanero de la mesa cuatro.

O que, finalmente y cuando las sobras ya son sólo eso, sean encontradas en el contenedor de basura por algún anochecido cartonero. Que el hombre, contento por el hallazgo, le ceda mi sándwich al hijo que lo acompaña. Que ese niño lo lleve a su boca, reconociendo inmediatamente el sabor de lo que muerde. Que intente escupirlo, empachado como vive. Pero que al ver a su padre tan feliz por lo que le ha brindado, se lo trague de dos bocados y se ponga a reír como un loco, eructando sonoramente todas sus tristezas.

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